Lionel Messi estaba sentado en su sala, mirando hacia la televisión sin prestar verdadera atención a lo que se transmitía.
Su mente vagaba lejos de las imágenes en la pantalla.
Era una tarde serena, una de esas que solía disfrutar con su familia, pero esa vez algo era distinto.
El aire parecía denso, cargado de una tristeza que lo envolvía poco a poco, sofocante. El teléfono, que había estado en silencio casi todo el día, comenzó a vibrar insistentemente sobre la mesa.
Sabía que las llamadas llegarían eventualmente, pero no estaba listo para enfrentarlas.
En su mundo, todo se había detenido, como si todo lo que amaba y conocía hubiera desaparecido en un solo momento.
Horas antes, Messi había recibido la noticia fría y tajante: “Ha muerto”.
Al principio, Messi no lo creyó. Pensó que se trataba de un error, una broma cruel que podría aclararse con una simple llamada. Pero no fue así.
Con cada llamada y mensaje que recibió, la cruda realidad se hizo más palpable, hasta que la tristeza se instaló profundamente en su pecho, sin dejar espacio para la esperanza.
El dolor que sentía era nuevo, algo diferente a todo lo que había experimentado antes, pero esto era distinto.
Este dolor no se trataba de fútbol ni de fracasos deportivos, era una herida mucho más profunda, una que tocaba lo más hondo de su ser.
Lejos de los estadios y las multitudes, Messi no era de expresar sus emociones fácilmente. Siempre había sido reservado, casi tímido fuera del campo.
Dentro de él era imparable, capaz de crear magia con sus pies, pero fuera prefería la calma de su hogar, el abrazo de su familia y el silencio de su vida privada.
Así que cuando las lágrimas empezaron a brotar sin control aquella tarde, comprendió que había perdido algo insustituible.
Mientras el mundo reaccionaba ante la noticia, los medios se hacían eco y las redes se llenaban de mensajes de condolencia, Messi se mantenía al margen, ajeno a todo eso.
No recordaba los primeros días, cuando todo era más simple. Eran jóvenes llenos de sueños, sin imaginar el peso que el futuro traería.
Los entrenamientos, los viajes, las largas charlas en los vestuarios, donde más allá de las tácticas compartían sus miedos, esperanzas y risas.
A medida que pasaban las horas, Messi revisaba fotos antiguas, algunas de su juventud, otras más recientes, capturando momentos de triunfo y celebración. Pero ahora, cada imagen le parecía teñida de una melancolía abrumadora.
Las risas en las fotos se sentían como ecos lejanos de tiempos más felices, de una época en la que la muerte era solo una idea abstracta, algo que le pasaba a otros en lugares distantes.
El rostro de su amigo, aquel que conocía tan bien, que había estado a su lado en tantas batallas, ya no volvería a verlo, y esa idea le resultaba insoportable.
Messi estaba acostumbrado a superar adversidades, a luchar hasta el último minuto, pero esta vez no había forma de ganar.
No había una remontada posible ni un gol salvador en el último segundo. Solo quedaba aceptar una realidad incomprensible.
Con el tiempo, empezaron a llegar los primeros visitantes a su casa.
Su familia intentaba consolarlo, aunque no sabían cómo. Le hablaban suavemente, le ofrecían abrazos, pero nada parecía aliviar el peso que sentía en su pecho.
Era un dolor constante, presente en cada respiración, en cada pensamiento. Sabía que tenía que ser fuerte, seguir adelante por los suyos, pero en ese momento solo quería estar solo con su pena.
Le pidieron que hablara con los medios, que diera una declaración, pero no podía.
¿Qué palabras podían describir lo que sentía? Las palabras se le antojaban inadecuadas, insuficientes.
Prefería el silencio porque en el silencio podía escuchar los recuerdos, las voces de tiempos pasados que ahora parecían tan lejanos.
Incluso el fútbol, ese juego que siempre había sido su refugio, le parecía vacío. El balón ya no tenía el mismo peso en sus pies, y los estadios llenos, las ovaciones, se sentían distantes, como si pertenecieran a otra vida.
Sabía que eventualmente volvería al campo porque era lo que hacía, porque el fútbol era parte de él, pero en ese momento, la idea de regresar le resultaba insoportable.
Las condolencias seguían llegando de jugadores, entrenadores, aficionados de todo el mundo.
Aunque eso le ofrecía un consuelo tenue, también le recordaba una y otra vez la magnitud de su pérdida.
El luto era compartido por muchos, pero para Messi el dolor era profundamente personal, una herida que solo comprendía por completo él.
Los días pasaron y el funeral se llevó a cabo. Fue un evento masivo con personas de todas partes del mundo. Messi, a pesar de su deseo de mantenerse apartado, no pudo faltar.
Permaneció en silencio durante todo el servicio, su rostro sereno, pero sus ojos delataban la tormenta interior que estaba atravesando.
Cuando finalmente se paró frente al ataúd, su mano tembló al tocar la fría madera.
No dijo nada porque no había nada que decir. Solo losos intentando la última vez que su amigo con…
Después del funeral, la vida continuó. El mundo siguió girando, los partidos se reanudaron, y Messi, como todos, tuvo que seguir adelante.
Volvió a los entrenamientos, a los estadios, pero algo había cambiado dentro de él. Cada vez que pisaba el campo, lo hacía con una carga invisible.
Jugaba porque eso era lo que sabía hacer, pero su corazón ya no estaba completamente en el juego.
Hubo destellos de brillantez, momentos en los que su genialidad aún brillaba, pero eran breves, como si su alma ya no estuviera conectada del todo con sus pies.
Los periodistas y compañeros comenzaron a notar el cambio, atribuyéndolo al dolor que lo había marcado.
Sabían que necesitaría tiempo, pero también entendían que algunas heridas nunca sanan por completo.
Con el paso de los meses, Messi intentó reconstruir su vida, encontrar sentido en medio de la oscuridad. Su familia fue su ancla, sus hijos su motivo para seguir adelante.
Pero incluso en los momentos más felices, había una sombra, un recordatorio constante de lo que había perdido.
Había días en los que todo parecía normal, en los que podía reír y disfrutar de las pequeñas cosas, pero también había días en los que el dolor volvía con una fuerza abrumadora, y todo lo que deseaba era desaparecer.
Esos eran los días más difíciles, los que le recordaban que, aunque el tiempo pasara, el vacío seguía ahí, inamovible.
Messi seguía siendo un referente, un jugador que todos respetaban y admiraban, pero algo en su interior se había quebrado.
Los goles que solía celebrar con pasión ya no le provocaban la misma alegría, y las victorias carecían del sabor que solían tener.
Parecía que una parte de él había quedado atrapada en el pasado, en aquellos días cuando la vida parecía interminable y las despedidas no eran una realidad tangible.
Con el tiempo, la vida encontró su curso, una nueva normalidad. El dolor no desapareció del todo, pero Messi aprendió a convivir con él, a aceptarlo como parte de su ser.
Sabía que su amigo nunca sería olvidado, que su memoria viviría en cada rincón de su corazón, pero también entendía que debía seguir adelante. Su amigo habría querido eso para él.
Así, con cada paso que daba, con cada partido que disputaba, Messi honraba la memoria de su amigo, no con grandes palabras ni gestos ostentosos, sino simplemente continuando con su vida, amando y jugando al fútbol como siempre lo había hecho. Al final, eso era lo que ambos habían compartido: el amor por el juego, por la vida y por la amistad.
Aunque esa amistad ahora estuviera marcada por la ausencia, seguía siendo eterna. El aire en la sala era tan denso que parecía que respirar le costaba a Messi un esfuerzo monumental.
La televisión seguía encendida, pero las imágenes en la pantalla apenas registraban en su mente.
Pasaban programas deportivos, noticias, algún resumen de su último partido, pero nada lograba penetrar la barrera de sus pensamientos.
Sentado en el sofá, miraba sus dedos lentamente, como buscando algo en el vacío, algo tangible que le ayudara a no perderse en el abismo de su tristeza.
El teléfono vibraba cada pocos minutos con mensajes de amigos, colegas y seres queridos. Todos decían lo mismo: condolencias, palabras de ánimo.
Sin embargo, detrás de cada mensaje flotaba una pregunta tácita: “¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?” Pero ¿cómo iba a responder? No había forma de describir lo que sentía, porque lo que experimentaba no era solo tristeza.
Era una especie de fractura interna, un dolor profundo que no sabía cómo explicar ni cómo superar. El rostro de su amigo seguía apareciendo en su mente a cada instante.
Cerraba los ojos y allí estaba, nítido, como si estuviera sentado a su lado, igual que tantas otras veces cuando todo parecía más simple. Eran recuerdos que llegaban sin aviso, invadiendo cada rincón de su conciencia.
El sonido de su risa, esa risa genuina que tantas veces compartieron después de los entrenamientos, tras un partido o en conversaciones ligeras sobre la vida. ¿Cómo era posible que esa
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